Erick Felipe ha cambiado mucho. Antes parecía un niño-mueble. La mayor parte del tiempo la pasaba dormido, no lloraba, no intentaba gatear, no molestaba, ni siquiera pedía comida. Vaya, ni eso de sonreír se le daba.
Ahora, cuando vio que afuera de su casa estaban las personas que venían a visitarlo, lanzó una sonrisa. Se veía muy despierto, como si quisiera decir algo. En cuanto miró un plátano lo tomó con fuerza, se lo metió en la boca y ya no lo soltó.
Al verlo, el nutriólogo Abelardo Ávila lo saludó. Mientras le platicaba en un lenguaje adulto le revisaba la piel –su piel hinchada por edemas, que se forman cuando las células tienen más agua que nutrientes, cuando están en un cuerpo desnutrido.
Una psicóloga sacó un expediente con su nombre, los datos sobre su familia, las circunstancias en las que fue gestado, su vivienda, su nacimiento, su desarrollo, su talla, su edad y sus enfermedades. En la carátula se ve su foto con mueca de enojo, la cara de quien no le gusta ser fotografiado.
En los recuadros se lee que estuvo grave. Según el diagnostico padeció “desnutrición energético-proteica con edema generalizado. Perímetro cefálico disminuido para la edad”. Después de la visita, el nutriólogo explicaría lo que esas palabras significan: no consumía las calorías ni las proteínas mínimas, tenía edemas en todo el cuerpo y, debido a esto, incluso el tamaño de su cabeza se había reducido.
Esas palabras no tendrían por qué existir en el expediente de un niño mexicano, y menos en el de alguien como Erick, niño mazahua que vive en un estado rico como el de México, en una zona de recursos forestales y comercios, cerca de una carretera que comunica directamente con la capital del país.
–Le salieron unos granitos –dijo Alejandra García, la mamá de Erick, mientras lo cargaba en brazos. Él se veía pesado, inflado, y ella delgada y chiquita.
Alejandra camina lento. Se demoró en salir de su casa con su niño. Su hogar es un cuarto esquinero, de paredes de ladrillo y donde sólo cabe una cama. Ahí viven ella, su marido y sus hijos. Sirve también de refugio para sus otras dos hijas, que durante la visita estaban invadidas por las ronchas del sarampión.
Erick se recargó en Alejandra mientras devoraba la fruta que le habían dado. En el expediente se indica que a sus dos años y 10 meses pesa 12 kilos, un peso normal para su edad. Sin embargo, su talla es de 76.6 centímetros, y ese dato indica que algo va mal: debería medir un metro; la desnutrición le comió 24 centímetros. Tiene las características de un niño de dos años, es como si durante un año no hubiera crecido.
Él y sus hermanas, según Ávila, son de esos niños que dejaron de crecer para poder sobrevivir, para contrarrestar la falta de alimentos. Parece que son como una especie de niños-ahorradores, cuyo organismo emplea estrategias desesperadas para subsistir con el mínimo de energía.
“Todos estos niños tuvieron episodios de desnutrición importantes. Un mecanismo de adaptación que tienen es ahorrar energía: no interactúan con el ambiente. En vez de estar despiertos 12 horas duermen 20, se están quietecitos, se van atrasando, van perdiendo de seis a ocho horas de interacción cada día”, explicó después a la reportera el doctor Alvarado, quien ha dedicado su vida a ese tema.
“Son niños que de tan débiles ni siquiera presentan síntomas. Ni siquiera pueden toser. Erick, a los 12 meses, tendría que pronunciar palabras o asociar cosas. Él sólo dice ‘taco’; ni siquiera construye la frase ‘quiero taco’. Si en dos años entra a la primaria no va a poder, se va a ir rezagando, y no es por su culpa”.
Aun sin cumplir sus tres años, la falta de alimento le hace tener un déficit de un año: un tercio de su vida. Los nutrientes que ya no tuvo tendrán repercusiones hondas: se le dificultará aprender a leer, a escribir, a memorizar y el sistema lógico-matemático. Entre más tarde en comer bien más complicado le será alcanzar a sus compañeros de clase.
La trabajadora social ha visto que sólo come sopa, rara vez tortilla. Muchas veces su desayuno son frituras de Sabritas.
La mamá explica que cuando lo llevaba en su vientre intentaba comer sopa, arroz y frijoles, pero todo le daba asco y lo vomitaba. Así fue durante tres meses del embarazo. Erick nació pesando dos kilos. Cuando el equipo del Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán lo detectó, un mes después de nacido, sólo había aumentado 600 gramos y medía 46 centímetros. “GRAVE”, es la palabra que acompaña sus medidas en el expediente.
“Estuvo en el hospital porque estaba muy chiquito y flaquito. Los primeros días le daba pecho pero no se llenaba, y lloraba y lloraba, y lo llenaba con leche de bote”, relató la madre.
Un día lo notó muy malito: “Se iba poniendo grave, grave, estaba más muerto que vivo, lo echamos en una cobija y lo llevamos al centro de salud. Sale la enfermera y me dice que tengo que esperar a que pase toda la gente que estaba antes. Nos fuimos a un particular que le puso oxígeno y nos dijo que lo lleváramos a Toluca. Que estaba enfermo de lo mismo delgadito que estaba y por eso se enfermó. Nomás de repente se empezó a poner como frío, frío, frío, como tieso, quería llorar y ya no podía”, contó la madre de Erick, el más pequeño de sus hijos, el niño-milagro que sobrevivió también a la discriminación del sector salud. Como ella misma también, en su infancia, fue discriminada.
“Si la madre hubiera obedecido a la enfermera ese niño estaría muerto, sería una muerte no registrada y no pasaría nada. Pero detrás de cada niño muerto hay varias omisiones del Estado: exclusión, discriminación, injusticias desde la atención prenatal, desde el nacimiento, desde el crecimiento, y no es por falta de presupuesto, porque dinero sí hay”, comentó Alvarado, lleno de indignación.
Su enojo debe multiplicarse por diez mil: el número de niños mexicanos que cada año mueren por carencias que van sumándose una sobre otra. Son muertes que no aparecen en las estadísticas, en las que “desnutrición” no existe como causa: la camuflan con otras como diarrea, infección o gripa. Niños enterrados en cajas de cartón o de madera corriente, que vuelven cualquier pedazo de tierra un camposanto. De cuyo paso por la tierra muchas veces no queda ni un registro porque no alcanzaron ni a tener nombre.
Ávila calcula que, al ritmo mexicano, faltan 80 años para erradicar la desnutrición infantil. Es doblemente grave, dice, porque esta tragedia podría haber desaparecido hace tres décadas si el gobierno lo hubiera deseado. En la actualidad, la desnutrición infantil se agrava con la sustitución de maíz, verduras y frijol por alimentos chatarra y refresco que ocultarán la delgadez del desnutrido detrás de la obesidad.
Para revertir la situación no bastan los médicos como ellos, enviados por el Programa Integral de Apoyo a la Nutrición Integral y el Neurodesarrollo, del Instituto Nacional de Nutrición; no se dan abasto.
Erick y sus hermanas (ahora de seis y cuatro años) padecieron anemia. Tuvo otra hermana que murió a los 15 días de nacida. Su organismo no aguantó. Él comenzó a caminar a los dos años.
“Ya come bien, ya juega, de día no llora, se duerme bien”, dijo la madre.
“Antes no sonreía, ya sonríe”, dijo el médico, contento.
Sus acompañantes están alegres. En cuanto detectaron su desnutrición crónica no han dejado de visitarlo. La psicóloga le llevó juguetes de hule espuma y comenzó a enseñarle a Alejandra cómo interactuar con Erick y sus demás hijas: le dijo que les pusiera rutinas de movimientos básicos.
“Se concientiza a la mamá para quitar la idea de que no hay nada que hacer, porque dejan que el hijo siga su curso, y si quiere dormir que duerma; si no camina, que no camine. La mamá tiene que platicar con ellos, jugar, enseñar tamaños y colores y palabras”, explicó el médico que encabeza un programa de vigilancia de peso y talla, enfocado también en el neurodesarrollo.
Alvarado y su equipo siguieron su recorrido: visitaron a otros niños en la zona mazahua. Se van contentos: Erick ya sonríe, ya está creciendo, ya tiene el peso normal. Ya no está condenado a ahorrar energía.
Una frase que tienen pegada en el pizarrón de la oficina en Villa Victoria dice: “Los primeros cinco años de vida de un niño son como los cimientos en una construcción, porque de allí en adelante estos dictaminan si se convierte en una casa de una sola planta o en un rascacielos”.
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